A Diego lo crucé sin saber y sin querer, cuando todavía era Pelusa. En el fondo del complejo “Malvinas Argentinas”, de Argentinos Jrs. Se armó un picadito en un espacio al fondo, lejos de la pileta.
Un petiso agarró la pelota y lo veíamos pasar. Una, dos, tres, cuatro veces. Nadie podía, siquiera, darle una patada. Después del quinto gol en tres minutos, nos retiramos humillados.
La segunda vez que lo vi fue en un estadio: ya era el capitán de Argentinos Jrs., enfrentaba al Boca devaluado de 1980. Fui con un compañero de trabajo, hincha de Independiente. La cancha de Velez estaba llena de hinchas de todos los clubes, que pugnaban por disfrutar de sus genialidades. Fue cuando le hizo 4 goles a Gatti.
La única vez que seguí la campaña de Boca –ví casi todos los partidos- fue en 1981, el equipo de Maradona-Brindisi. Un lujo que por aquel entonces, se podían dar los pobres, sin tener que ser socios: juntando los pesitos para la popular, se podía disfrutar del mejor jugador del mundo.
Todavía, Maradona no era Maradona sino Dieguito, hasta habían hecho dibujos animados. Cuando cruzó a Europa empezó a trascender como el personaje fuerte, polémico. En Nápoles revolucionó la ciudad y ahí surgió la primera versión de D10S, idolatrado por los napolitanos del sur italiano, históricamente pobres y sin títulos futboleros.
Es que Maradona tenía su visión política y poética de las cosas: a diferencia de Pelé, servil con el poder del fútbol, Diego discutía, se peleaba, los enfrentaba.
Mientras el brasileño trabajaba en el circo como atracción principal, el argentino se peleaba con el dueño del circo.
En 1992, Diego anduvo por Floresta y chocó. Le pasó su teléfono al siniestrado, quien conocía a Jorge, histórico colaborador de La Bocina. Jorge logró que le pasaran el número, y me lo acercó.
Nunca me animé a llamarlo.
Ya entonces, era una estrella mundial, un rebelde con causa, suspendido en Europa por el consumo de drogas.
Maradona nunca quiso ser un ejemplo, y así y todo, lo fue. Porque vivió a su manera, disfrutó, sufrió, gozó, goleó, perdió, se equivocó y pagó. Vivió en los peores lugares, y también en los mejores. Sabía tratar a sus vecinos de Fiorito, y a un príncipe árabe.
Como futbolista, el mejor de la Argentina (nunca ví a Di Stéfano) y a nivel mundial, en el podio con Messi, Pelé y Cruyff. Como personaje, insuperable (una vez le preguntaron que le gustaría hacer si no tuviera tanta fama, y dijo “tomar un colectivo”…).
Como padre, marido y amigo, lo sabrán sus allegados. ¿Quién soy yo para meterme en su vida privada?
Diego es un pedazo de nuestras vidas de potrero, de mundiales, de gritos eufóricos, de tristezas insondables, de palabras precisas, de reacciones inusitadas (como las puteadas a los napolitanos cuando silbaban el himno argentino en el Mundial ’90…).
¡Gracias por tu Arte, Maestro!
Claudio Serrentino