Aquel fin de año venía denso, caluroso, y espantosamente real. La gente tomó las calles y el caos repartía dosis de descontrol y muerte. Las fuerzas de seguridad no entendían qué pasaba pero por las dudas, reprimían. El neoliberalismo –es decir, grandes capitales concentrados que repartían dividendos entre muy poquitos- había tocado su techo: la democracia formal estaba perdiendo hasta su formalidad.
En la semana de los cinco Presidentes, el Sábado 29 de Diciembre deambulaba, como casi todos los días, por Floresta. Había ido a cobrar avisos, y debí volver porque uno me había pagado con 50 Lecops que resultaron ser falsos. Entre idas y vueltas, se me fue la mañana. Todavía no sabía que esa mañana, marcaría al barrio para siempre.
Mientras recorría las avenidas Segurola y Avellaneda, ignoraba que a pocas cuadras de allí, había ocurrido el desastre que luego la prensa bautizó como “la masacre de Floresta”: la historia es conocida. Maxi, Cristian y Adrián tomaban algo en la estación de servicio de Gaona y Gualeguaychú mientras miraban en la tele las manifestaciones que –desde el 19 de Diciembre- día tras día y noche tras noche se sucedían en Plaza de Mayo y el Congreso. El comentario de uno de ellos motivó la reacción del custodio privado (ex policía) Juan Velaztiqui, que mató a los tres, y por poco no llegó a matar a otro joven que estaba con ellos.
Con absoluta sangre fría, el asesino intentó simular que le habían querido robar. Todo, delante de Sandra, la empleada del kiosco de la estación de servicio, cuyo testimonio fue fundamental para determinar la verdad.
Cuando trasciende la noticia, y se conoce que había querido acusar de ladrones a las víctimas, se armó una pueblada que quería linchar al asesino, detenido en la Comisaría 43°. En la calle Chivilcoy y sus alrededores, debió intervenir la Infantería para dispersar a los cientos de vecinos que querían vengar la muerte de los Pibes de Floresta.
Mientras tanto, yo estaba ajeno a estos hechos; mi plan era básico, necesitaba juntar plata para pasar las Fiestas en familia. Molesto por lo del billete falso, llegué a casa, almorcé y me tiré a dormir la siesta. A la tarde, prendo la tele y no salía del asombro al ver “en directo” por los canales de noticias, el enfrentamiento entre manifestantes y policías, en la esquina de Chivilcoy y Morón, donde entonces estaba la panadería “Un lugar en Floresta”.
Superada mi sorpresa –esas calles tan queridas, repleta de vecinos corriendo de un lado a otro, cubiertas por gases lacrimógenos…-, empecé a tomar contacto con los hechos.
Mientras la Infantería permanecía en el barrio durante algunos días tras los incidentes, me ocupaba de contactar a los familiares de los chicos: reporteé a Angélica –la mamá de Adrian Matassa– y al Comisario de la 43°, quien me recibió sin cita previa y me dijo que la nota era imprescindible para que la fuerza policial reconstruya el vínculo con el barrio.
Fueron momentos de emociones fuertes, violentas, días casi revolucionarios; Floresta estaba hondamente conmovida por lo sucedido con los chicos, y al mismo tiempo sacudida por la grave crisis que vivía el país.
Las caras de los Pibes de Floresta pronto se convirtieron en estampitas, en posters, en remeras: estaban pegadas en las vidrieras, en los postes de luz, en todos lados. En la esquina de Gaona y Joaquín V. González, una pintada anónima escrita por aquellos días, decía: “Nos mean, y la prensa dice que llueve”: una frase cargada de ironía hacia las corporaciones mediáticas (por entonces, muy pocos se animaban a ir contra los grandes medios).
Se sucedían las marchas reclamando justicia: recuerdo a Silvia Irigaray caminando delante de todos, con la mirada perdida, sola con su perrito Pompi (que Maxi le había pedido a Papá Noel para la Navidad de 1988); la tristeza impregnada en el rostro del Chato Gómez (tristeza que lo acompañó hasta el final de sus días), Elvira Torres y Enrique Matassa; la bronca de Angélica Van Eek y el papá de Maxi, Omar Tasca; y el coraje de los familiares, amigos y vecinos que los rodeaban.
Mientras el país no sabía para dónde ir, Floresta estaba decidida a luchar para ver entre rejas al asesino de tres de sus hijos.
La Justicia resultó sorprendentemente rápida para juzgar y condenar a Velaztiqui : el 10 de Marzo de 2003 se le dictó prisión perpetua, pena que fue confirmada por la Cámara de Casación en Junio del mismo año.
El asesino, durante el juicio, le pidió perdón -en ese orden- “a Dios todopoderoso, a mi familia, a la Policía Federal y a los padres de los chicos”. “Ni Dios, ni la Patria, ni la puta que te parió te van a perdonar”, le gritó Silvia Irigaray, desgarrada por el llanto.
La vida de los padres de los Pibes siguió como pudo, con días buenos y días malos.
Silvia Irigaray y Elvira Torres son dos de las fundadoras de Madres del Dolor, una entidad que nació el 10 de Diciembre de 2004 para “promover y consolidar la prestación de Justicia, brindar servicios de asistencia y constituir un foro de defensa de los derechos y la seguridad ciudadana”. A diario, brindan ayuda a otras familias que pasan por la misma situación que pasaron ellas.
El 29 de Diciembre de 2004 se inauguró el Monumento a los Pibes de Floresta, en la Plaza de la Victoria (Gaona y Gualeguaychú). La idea nació en el CFP 24 de Flores, y sus autoras son María Claudia Martínez y Verónica García.
En 2007, para los 150 años del barrio, La Bocina organizó una charla con las Madres de los Pibes en el Corralón de Floresta, y tuve el gran honor que concurran las tres: Angélica Van Eek, Elvira Torres y Silvia Irigaray. Aquel evento fue presenciado por más de trescientos vecinos.
A fines de 2012, Velaztiqui accedió al arresto domiciliario, pese a la resistencia de los familiares, que querían que siguiera en prisión. Cuando el juez ya no pudo negarse, debió otorgárselo. Velaztiqui fue trasladado a la casa de su hija, en Berazategui.
A Silvia le llegó la noticia que Velaztiqui, pese a que no podía salir de su casa, lo hacía. De nuevo Floresta salió a la calle, esta vez en caravana hacia Berazategui –en decenas de autos y micros-, para avisarles a la gente de allí que tenían al triple asesino cerca. Y que debían denunciarlo si lo veían por la calle.
Durante todo este proceso, desde el mismo momento en que el barrio tomó conciencia de lo ocurrido, hubo un grito, una consigna, que desde entonces retumba por las calles de Floresta, está pintada en las paredes y en el corazón: ¡Los Pibes… Presentes!!!
Claudio Serrentino
Foto: Gustavo Martín Benedetti