Alí protagonizó algunas de las peleas más dramáticas de ese deporte, y fue coronado Rey del Boxeo. Pero lo mejor que hizo (no sólo por su raza) fue usar esa fama, para que la humanidad sea más humana. Nada más, y nada menos.
Los que visitaron el Muhammad Ali Center (en su ciudad natal, Louisville, EEUU) cuentan que allí hay una pequeña barra de bar, y una máquina registradora. Cuando el paseante ingresa, se escucha una voz, como un trueno: “You can´t come in” (“Tú no puedes entrar”).
Fue esa frase -hiriente, insultante, primitiva- la que escuchó el flamante campeón olímpico de Roma 1960, luego de haber sido recibido como un héroe y desfilar por las calles de su ciudad. Cassius Clay quiso ir a tomar algo luego de la celebración. El racismo ignorante, personificado en el dueño del local, se lo impidió. Ahora, esa frase vuelve a retumbar ante cada persona que cruza la puerta de ese bar recreado, en el museo que homenajea a Alí.
Porque Alí hombre fue mucho más que Alí boxeador; su capacidad como boxeador fue casi inigualable, pero frente al defensor de los derechos civiles, aquel gigante pierde por puntos.
Ambas cosas las hizo con pasión, con alegría, vociferándolo a los cuatro vientos. Llegó en una época en que a la democracia “formal” de los Estados Unidos se le estaba cayendo la careta, desde que aquella señora se negó a darle el asiento a un blanco en un colectivo.
¿A qué podía aspirar un negro por entonces? A sobrevivir, apenas. Lo máximo a que podían subir en la escala social, era a ser maestro o cura.
Las iglesias jugaron un papel fundamental en la reivindicación de los oprimidos –Martin Luther King, Malcom X-. Por entonces, los negros eran la mano de obra barata que sostenía el costo del “american way of life”.
Si aquellos personajes religiosos eran populares, imagínense la efervescencia que tomó la cosa cuando llegó el grandote que acabó con Sonny Liston y abrió la boca… El “Black Power” empezó a tomar forma sólida. Para colmo, otras figuras populares veían con simpatía a los revoltosos: ahí estaban The Beatles, siendo noqueados en simultáneo por Mohammad Alí…
Todavía hoy, los negros luchan por ser respetados en EEUU. Para ya no es para tanto. Uno de ellos –Barack Obama– hasta llegó a la Presidencia del país. Pero en aquellos tiempos, las humillaciones eran cotidianas porque el racismo se fomentaba desde lo más alto del poder.
Desde chico, el pequeño Cassius preguntaba por qué Jesús era blanco y de ojos azules; y María, y los ángeles también eran blancos. “¿Si nosotros no somos blancos, también vamos a ir al cielo?”, le preguntaba a su mamá.
Cuando miraba Tarzán (la versión de Johnny Weissmuller), le parecía todo muy extraño: el rey del Africa era blanco y podía hablar con los animales, mientras que los negros africanos, que vivían desde el principio de los tiempos allí, no entendían qué decían los bichos… Esas preguntas marcarían su vida.
A los 12 años, quiso aprender boxeo porque le habían robado la bicicleta. Así empezó su carrera, en la que se combinaban las ansias de superación individual con el anhelo colectivo.
En 1964 vociferó “soy el más grande” y luego se convirtió al islamismo; dejó de ser Cassius Marcelus Clay, para llamarse Mohammad Alí. Basado en los principios de su religión, se negó a alistarse en el ejército para ir a combatir a Vietnam, en 1967. Profundizó su lucha por los derechos civiles, se convirtió en un defensor de la paz.
Época de hippies y “flower power”, Alí sumó entre sus simpatizantes a muchos jóvenes blancos. Su reclamo encajaba naturalmente con la nueva cultura que se parió durante aquellos años.
Nada fue gratis: la negativa de ir a Vietnam le costó que le quitaran el título, y lo inhabilitaran para boxear. Dicen que en los años de malaria, lo ayudó económicamente quien luego sería uno de sus rivales más duros: Joe Frazier.
Para su regreso en 1970, Alí reinventó su manera de boxear. Esquivaba como Locche, y pegaba como Monzón, además de bailar alrededor de sus rivales como un duende malvado.
Protagonizó terribles peleas con el mencionado Frazier, Ken Norton, George Foreman y nuestro inolvidable Ringo Bonavena. Todos ellos verdaderos colosos, tipos de dos metros de alto; impresionaba verlos intercambiando tortazos.
El boxeo nunca volverá a ser igual (Mayweather no llegaría ni a sus tobillos) y desde hace años extraña el brillo que supo tener cuando aquellos gigantes pisaban el cuadrilátero.
MUHAMMAD EN BUENOS AIRES
Visitó la Argentina dos veces: la primera, contratado por la UOM de Lorenzo Miguel, en 1971. Lo llevaron a comer un asado al predio del sindicato, en Lanús. La foto de “El Gráfico” que circula por internet, muestra a Alí comiendo un asado al lado de Rucci.
Cuenta Carlos Spadone, que participó de aquel encuentro:“Empezamos a comer y le gustó el vino. También comió chorizo. Se reía porque él era mahometano (sic) entonces tenía duda entre comerlo o no. Pero se animó y se comió un choripán”.
La segunda vez, fue en 1979. Hizo una larga nota para “Mónica presenta” (programa de TV que se emitía por Canal 13), en la que estuvo presente Hugo Gatti, uno de sus admiradores locales, quien le había puesto Cassius a uno de sus hijos, en homenaje del boxeador.
También estuvo en el Luna Park, junto a nuestros campeones Víctor Galíndez, Horacio Accavallo y Nicolino Locche.
Locuaz, bocón, extraordinariamente extrovertido, sus últimos 30 años se la pasó peleando contra el Parkinson.
Cuando visitó a Juan Pablo II en el Vaticano, lo primero que hizo el Papa al verlo fue reprocharle por qué había descuidado su flanco derecho en la pelea con Frazier, mientras le mostraba cómo debió defenderse con los brazos (!). Se cruzó con las personalidades más importantes del mundo. Fue elegido como “El Rey del Boxeo”.
Pero el mejor Alí, sin dudas, fue aquel hombre que salió en defensa de otros hombres. Ese al que otros despreciaban por practicar uno de los deportes con peor reputación, al que suponían bruto, de una raza inferior, dió ejemplo de sabiduría, de respeto por el prójimo, de amor a la vida.
No me olvidaré de ninguno de los dos.
Claudio Serrentino