
Un vecino, Gabriel, se preguntaba cómo hacen para desconectarse de esta realidad asfixiante. “Yo no puedo”, se confiesa.
Otro vecino, Marcelo, sugiere que “no miran nada y viven felices”.
Yo los escuché atentamente, y luego pensé.
Llegué a la siguiente conclusión: no son felices. Sí intentan parecerlo, en base a un patrón que ronda por la inconsciencia de los argentinos. Por eso las fotos familiares de Instagram, siempre sonrientes e impecables. Por eso también, miran a los otros -que están tan limitados como ellos- con aires de superioridad, por arriba del hombro. Como si en lugar de vivir en Floresta, Villa Real o Santa Rita, vivieran en las Lomas de San Isidro, o el inalcanzable Nordelta.
Tienen esa postura en la vida. Son clase media tirando a pobre, pero piensan como millonarios.
¿Se creerán que actuando de esa manera, las “oportunidades de negocios” aparecerán, sólo por el mero deseo de querer que aparezcan?
Aunque nunca llegan a fin de mes, abonan la prepaga puntualmente, y mandan a sus hijos a colegios privados. Te miran con horror si les contás que te atendiste en el hospital; y se ponen peor, si les contás que te atendieron bien.
Te observan como quien huele excremento, si confesás que vas al club del barrio, si les contás que ahí los pibes se divierten, que tienen vestuario y camisetas. Ellos también podrían hacerlo, pero aspiran a otros lugares, con “mejor roce social”. Quizás un club de rugby en el norte bonaerense. Queda lejos, pero bueno… Tienen una característica excluyente: son frágiles de memoria. Ya se olvidaron que los asesinos de Fernando Báez Sosa, se criaron en esos lugares supuestamente “exclusivos”.
Se quejan de quienes pudieron jubilarse, aunque no tuvieran aportes. “Yo pagué toda la vida, ¿por qué éstos se jubilan igual que yo?”. Habría que preguntarles qué se hace con los que llegan a los 65, y ni siquiera puedan acceder a la jubilación mínima: ¿se los deja en el desierto, y que sobrevivan los más aptos…? El desprecio por la vida ajena es una constante en este grupo otario -perdón-, etario.
Ni qué hablar de los otros que alquilan, y padecen la desgracia de perder su lugar para vivir, porque se quedaron sin trabajo, porque el alquiler aumentó demasiado. “Son vagos, yo pago mi casa todos los meses”. Siempre son ejemplos de sí mismos; nunca empatizan con la desgracia de los demás.
Van por la vida detectando “zurdos” y “peronchos”, aunque tienen bien en claro que gracias a los socialistas y a Perón, tienen aguinaldo, vacaciones y derechos laborales. Prefieren no reconocerlo públicamente, a ver si los tildan como integrantes de esas detestables corrientes políticas. Aunque son semi analfabetos políticos, dan por sentado que lo “popular” es malo. Con ese pequeñito criterio, van a las urnas, y apoyan a cualquiera que les prometa acabar con el “populismo”.
Se prenden a TN o LN+ con devoción (aunque también está la posibilidad de A24). Y morbosean con los hechos de inseguridad, repetidos una y otra vez por esas pantallas. Por supuesto, la frase que más repiten es: “¡qué barbaridad!, así no se puede vivir!”. Si ellos estuvieran a cargo, ya hubieran liquidado a todos los que tienen cara de “sospechosos”; y los pobres suelen tener pinta de “sospechosos”.
La inseguridad es “el” tema de siempre. Cuando pasa un hecho cerca de su casa, dicen “estos canas no sirven para nada”. Lo mismo dicen de los gendarmes que deberían cuidar las fronteras; “por ahí pasa de todo, es un colador”. Pero aplauden cuando los mismos canas y gendarmes reprimen bestialmente a jubilados que se quejan de no poder vivir con $ 239.000.
Claro que sueñan con mudarse a un country, con alambrados bien altos y seguridad privada (también se olvidaron de los robos comando que sufren los barrios privados). Pero no les da el cuero. Sí tienen para alquilar un tres ambientes.
Odian las manifestaciones populares. Temen que el populismo les saque lo que tienen (!), que es bastante poco por cierto, y que en buena parte pudieron adquirirlo durante gobiernos populistas (las estadísticas lo confirman). Se quejan cuando hay piquetes, manifestaciones, huelgas: ¡quiero ir a trabajar y no me dejan!, gritarían ante algún movilero de TV, durante un paro general. Pero no dicen nada los fines de semana, cuando las calles se cortan por partidos de fútbol o recitales, y hay que dar una vuelta tremenda para hacer dos cuadras.
Descreen de la democracia, pero tienen la astucia de no confesarlo abiertamente. “A mí, ningún político me regaló nada, todo lo que tengo lo hice trabajando”. Dicen orgullosos, mientras su madre se gana la vida cosiendo con una máquina que le dió Desarrollo Social. Y su hermano menor empezó la carrera universitaria, gracias a una notebook del plan Conectar Igualdad. Jamás hubieran podido regalarles ambos elementos de trabajo; pero esos datos, por piedad, hay que pasarlos por alto.
En el siglo XXI los llaman “desclasados”; yo los sigo asociando con aquellas brillantes definiciones de Arturo Jauretche, en su libro “Los profetas del odio”:
“La oligarquía es una minoría ínfima; son dueños de la tierra, pero su mayor poder es el de ser dueños de la cabeza de miles de argentinos de clase media, que, sin tener más tierra que la de los canteros del patio, son defensores de un modelo que no les pertenece”.
Arturo Jauretche
Claudio Serrentino