
En casa tengo cinco radios. La que escuchaba mi vieja en la cocina, la que compré y sólo anduvo dos meses, la Tonomac 6 bandas que no le anda bien la perilla del sonido, la del equipo musical, que sólo puede escucharse la FM; la chiquita portátil, para casos de emergencia. Cuando no hay luz, por ejemplo.
Y ahora acabo de comprarme otra: como en mi casa los cortes de luz son recurrentes, elegí una que anda a pilas, tiene bluetooth y USB. Y además, linterna. Una belleza.
Mi señora no deja de increparme: “otra radio más…”. Sí -le digo con orgullo- otra radio más. Nunca dejaré de mirar radios nuevas, radios antiguas, radios chiquitas, radios grandes, radios a pilas, radios con enchufe, radios que se cargan en la PC. Maravillosos aparatos para escuchar hablar a otras personas y también, música.
La radio ha nutrido una parte importante de mi vida, como oyente; y también, como persona que les habla a otras por la radio.
Es importante la radio. Te habla, te motiva, te acompaña. No ocurre lo mismo con la televisión, que intenta acaparar la atención de tus ojos mostrándote desgracias; o con la banalidad infinita de las redes sociales.
Cuando se acerca un temporal, los gobiernos aconsejan tener preparado un bolso con diversos elementos… y una radio portátil. Porque los celulares se pueden quedar sin señal, la internet se puede cortar. Pero las ondas de radio seguirán ahí. Transmitiendo.
No creo que mi señora entienda por qué compré otra radio, ni creo que lea esto para entenderlo.
En el radio receptor, no hay que tipear nada, ni bajarse la app, ni esperar a tener internet: el simple y sublime momento de girar el dial, y sintonizar, es un momento mágico, que ninguna invención de la tecnología logrará igualar.
La radio impone respeto porque tiene una historia digna. La dieron por muerta quinientas veces. Ahí está, sonando.
Mi señora se sigue quejando. Y yo sigo aquí, subiéndole el volumen a la radio, que por un momento, logra minimizar sus reproches. Algo así sería la magia de la radio.
Claudio Serrentino