Desde hace más de cincuenta años, el comerciante Eduardo Alfonso es el encargado de administrar El Rey de los Botones, una botonería que este año celebra su nonagésimo aniversario, y que vende lo que él mismo diseña y fabrica de manera artesanal, “una forma de arte porque está hecho con imaginación”.
“Una de las primeras cosas que hicimos fue un yoyó con botones”, dijo sonriendo a Télam, Alfonso, de 84 años, quien desde la década del 60 es el encargado de administrar los destinos del Rey de los Botones, un local ubicado sobre Avenida Rivadavia 6283, en cuyo interior se exhibe un centenar de cajas de color verde grisáceo decoradas con diversos y exóticos botones.
La historia de este lugar tuvo inicio en 1933, cuando Eugenio Alfonso, un inmigrante español que trabajaba como diseñador de muestrario de botones que llegaban desde Europa, decidió iniciar un negocio basado en el conocimiento sobre este producto, e instaló su primer local en la antigua Avenida del Trabajo (actual Eva Perón) y Varela en el barrio de Flores.
En 1939 nacieron los gemelos Eduardo y Horacio Alfonso, quienes desde su juventud estuvieron interesados en continuar el rubro familiar y ayudaron a su padre a diversificar el negocio abriendo dos locales en el barrio de Flores.
Alfonso recordó que su primer botón lo diseñó en la década del 50 debido a que una serie de productos europeos llegaron con fallas. “Hubo un momento donde llegaron botones fallados y junto a mi hermano los rediseñamos y los hicimos cuadrados”, afirmó Eduardo, mientras mostraba con sus manos el botón colorado, hecho de nácar, que tantas satisfacciones le brindó a lo largo de 70 años.
Si bien inicialmente tuvo un éxito moderado con la venta de botones y otros artículos de mercería como cierres y encajes, una publicación en un diario de un tapado que llevaba los botones producidos por El Rey fue un punto de inflexión para que el comercio creciera a niveles impensados para los Alfonso.
“En la década del 60, un confeccionista de Flores nos compró cientos de botones cuadrados para unos tapados. Al poco tiempo, ese tapado apareció en un medio muy famoso y se transformó en furor y comenzamos con la producción masiva”, rememoró el comerciante, que remarcó que con esas ventas pudo comprar un torno que le permitió expandir sus ventas.
Esto les permitió a los hermanos Alfonso conocer todo el mundo, y recorrieron las principales y más conocidas fábricas de botones. “En los años 60 íbamos a Europa a diferentes eventos para ver diseños de botones. Uno de los lugares que más me sorprendió fue Francia, porque las botonerías eran muy lujosas, eran como palacios”, dijo.
Aunque el negocio tenía un gran reconocimiento, a mediados de la década de 1970 el fallecimiento de Horacio Alfonso en un accidente de tránsito marcó un punto de inflexión en los Alfonso, quienes decidieron cerrar los otros dos locales y centralizar la atención en el local que aún está a cargo de Eduardo.
Entre los botones más excéntricos, se encuentran los diseñados con cristales checoslovacos, de color negro, que se caracterizan por su gran peso, tamaño y brillo. “Estos botones ya no se usan más, porque eran para sacos con telas pesadas”, indicó Alfonso.
A su vez, el vendedor afirmó: “es imposible que me muestren un botón por fotografía, le pido al cliente que traiga el botón que quiere. Nunca vas a encontrar un botón igual, siempre vas a encontrar diferencias tanto en el color, tamaño y textura”.
Para Eduardo, diseñar un botón “es un arte porque está hecho de la imaginación. Lo que se me pasa por la cabeza y lo intento hacer, si no me sale lo dejo. En la noche uno piensa y se imagina cosas. Ahora no intento demasiado porque no tengo muchas herramientas como tenía antes, pero me encantan los trabajos y los desafíos de poder lograrlo”.
Su creatividad y el carácter detallista de sus trabajos también le permitieron a Eduardo replicar su obra en el diseño de diversos estilos de joyas, que son exhibidas en sus vidrieras y que son ofrecidas a precios accesibles.
“Mucha gente se me acercó para que le haga diversos trabajos, desde manijas de muebles hasta que le decore una radio por el estilo de mis obras”, dijo sonriendo.
En el subsuelo del local se encuentra el modesto taller de Eduardo, en cuyos alrededores se exhiben un centenar de cajas con botones, mientras que en dos mesas pequeñas se apoyan dos máquinas antiguas, compradas en Europa a finales de los 60 y principios de los 70, con los cuales el comerciante diseña sus botones. “Este es mi lugar en el mundo, muchas veces vengo muy temprano a mi sótano a diseñar lo que imagino. Este es mi club, es parte de mi vida”, dijo emocionado.
El comerciante habló emocionado de su familia, en especial de su hija, Marisol, quien es bailarina y que actualmente tiene una academia de danza, cuyo cartel es exhibido en la vidriera de la botonería. “Mi hija bailó en el Colón, en el Teatro San Martín, en el ballet de Julio Bocca en la 9 de Julio, y fue condecorada por la Unesco”, dijo orgulloso.
Reconoció que si bien muchas personas se le acercaron para aprender el oficio, admitió que es muy complicado debido a que es un trabajo “muy personal” y que “debe nacer de la creatividad de uno mismo”.
Eduardo señaló que la botonería continuará en un futuro, pero que es “muy difícil que alguien continúe con el diseño artesanal de este producto debido a que actualmente hay maquinas que hacen la misma acción“. El comerciante señaló que si bien ya no trabaja ni tiene los niveles de venta de años anteriores, no pensó en abandonar su oficio.
“En ningún momento pensé en dejar esta profesión ni en dejar el local, porque siempre tuve momentos buenos y malos. En los momentos buenos hay que saber aprovechar y los malos te las tienes que aguantar”, admitió.
“La vida me dio todo y si bien también tuve complicaciones, no me puedo quejar. Tengo a mi familia y mientras pueda hacer lo que me gusta soy feliz”, concluyó Eduardo Alfonso, que espera el mes de septiembre para festejar los 90 años del negocio.
Franco Ojeda para Télam
Foto: Télam